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Volumen 65, Número 3mayo/junio 2014

In This Issue

Hayy ya estuvo aquí, Robinson Crusoe - Texto de Tom Verde

La historia es tan conocida que se ha convertido en todo un género: un hombre, abandonado en una isla desierta, aprende a sobrevivir a través de su ingenio y su destreza para aprovechar los recursos del lugar. Tras años de aislamiento, se encuentra a un nativo de una isla vecina que se convierte en su acompañante y aprendiz; juntos, forman su propia sociedad literalmente aislada.

Muchas de las centenares de ilustraciones realizadas desde la publicación en 1719 de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, que incluye ésta en una edición de 1740, destacaban ante todo el espíritu de aventura. Sin embargo, al igual que en el caso de su precursor, Hayy ibn Yaqzan, la vida solitaria de Crusoe fundamentalmente estimulaba el pensamiento filosófico.
Biblioteca de imágenes de agostini / biblioteca de arte bridgeman
Muchas de las centenares de ilustraciones realizadas desde la publicación en 1719 de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, como ésta incluida en una edición de 1740, destacaban ante todo el espíritu de aventura. Sin embargo, al igual que en el caso de su precursor Hayy ibn Yaqzan, la vida solitaria de Crusoe fundamentalmente estimulaba el pensamiento filosófico.

Esa era la historia que se narraba en el relato titulado Hayy ibn Yaqzan (publicado en español como El filósofo autodidacta), escrito en el siglo XII por un filósofo de al-Andalus, en el sur de España, que se llamaba Ibn Tufayl. En el occidente medieval lo conocían como Abubacer debido a que su nombre completo era: Abu Bakr Muhammad bin ‘Abd al-Malik bin Tufayl al-Qaisi. 

Los eruditos creen que, seis siglos después, el escritor inglés Daniel Defoe se inspiró en el libro de Tufayl y en relatos de experiencias reales de náufragos supervivientes para escribir su novela clásica, Robinson Crusoe.

Para Defoe, la atracción que tenía hacia Hayy era más profunda que solamente la trama. La novela de Ibn Tufayl es una alegoría en la que su personaje, llamado Hayy ibn Yaqzan (“el viviente hijo del vigilante”), desde su infancia crece sin contacto humano ni educación, sin embargo llega a comprender el mundo físico y el divino. Esto lo logra al adquirir conocimientos por medio del autoaprendizaje, o como los eruditos lo denominaron más tarde, el “autodidactismo”.  

Se trataba de una perspectiva racional y empírica para comprender el universo, que no solamente tuvo una importancia significativa para Defoe, sino también para muchos de los pensadores, poetas y escritores de la Ilustración europea. Las plumas de Bacon, Milton y Locke, entre otros, se impregnaron en los tinteros árabes del conocimiento literario y filosófico mientras que formulaban sus propias teorías sobre la ciencia, la religión y la condición humana. En la época en que Defoe comenzaba a escribir la que se convertiría en su novela más famosa, la obra de Ibn Tufayl, Hayy ibn Yaqzan (El filósofo autodidacta), ya había sido una verdadera best seller durante siglos, la cual había cautivado a los “filósofos de la naturaleza” (científicos) isabelinos, los humanistas renacentistas y los teólogos judíos medievales. Todos ellos eran admiradores del argumento y la filosofía del libro, la cual se consideraba una guía de lo que el estudioso Majid Fakhry describió como la “evolución natural de la mente hacia la verdad” en su estudio Historia de la filosofía islámica (A History of Islamic Philosophy). Después de Defoe, el libro también inspiró a Spinoza, Voltaire y Rousseau. Algunos de los primeros cuáqueros reconocieron en la historia de Hayy indicios de su propia doctrina naciente. 

Para que el tomo de 60 páginas de Ibn Tufayl (el único libro que existe de este autor) llegara a formar parte del ADN de la Ilustración europea y se convierta en la fuente de uno de los géneros de ficción más perdurables es en sí la historia de una travesía: una travesía que se inicia con los viajes del mismo Ibn Tufayl, la cual abarca desde los centros de estudios de al-Andalus y Marruecos hasta los palacios del Renacimiento italiano, las universidades de Oxford y Cambridge, así como los cafés del Londres de Defoe, todo a lo largo de unos 500 años.

Mi propia travesía comenzó con una llamada por teléfono a Avner Ben-Zaken, autor de Lectura de Hayy Ibn-Yaqzan: historia intercultural del autodidactismo (Reading Hayy Ibn-Yaqzan: A Cross-Cultural History of Autodidacticism) y una autoridad en la historia de la ciencia. Avner Ben-Zaken se refiere a la obra de Ibn Tufayl como una contribución revolucionaria a la epistemología o estudio de los conocimientos. 

“Por primera vez, en esta fabulosa novela filosófica, contamos con un alegato coherente sobre cómo las experiencias personales pueden ser la base de donde extraemos evidencias, hechos y finalmente los principios filosóficos. Esto fue completamente distinto a las perspectivas anteriores [las de la epistemología], que atribuían la adquisición de conocimientos a una autoridad”, explica Ben-Zaken. Según su opinión, el tema del autodidactismo en la novela serían “los principios más importante de la modernidad”.

Es cierto que eso supone un gran peso para un tipo solitario que intenta salir adelanta en una isla tropical. Sin embargo, el protagonista de Ibn Tufayl demuestra estar a la altura del reto.

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Ilustración de Lili Robins

El empirismo fundamental que Ibn Tufayl expresó en Hayy ibn Yaqzan tiene como origen las fuentes clásicas y las de origen musulmán. No solamente fue una inspiración para Narboni, della Mirandola, los Pococke y Defoe, sino también para autores, filósofos y científicos que recibieron la influencia de sus ideas y las de otras personas para argumentar y definir la modernidad hasta el presente.

Según el relato de Ibn Tufayl, la historia de Hayy comienza en “una isla ecuatorial cerca de la costa de la India”, en donde a causa de la perfecta fusión de la luz solar, el calor y la humedad “nace el hombre sin madre y sin padre”. Sri Lanka sería un candidato lógico como isla, aunque en algunas traducciones Ibn Tufayl se refiere a este fabuloso lugar como la legendaria isla Waqwaq, que los eruditos han relacionado en ocasiones con Sri Lanka. La isla de Waq waq fue mencionada por primera vez en un texto chino del siglo VIII y también figura en varios tratados de geografía medievales de origen árabe y en narraciones persas de aventuras. Todos estos textos incluyen descripciones del árbol “waqwaq”, una planta cuyos frutos son seres humanos: al madurar, por así decirlo, los humanos caen y gritan “¡waq-waq!”. 

Aunque Ibn Tufayl se enfocaba más en la alegoría que en la geografía, cualquier ubicación, ya sea mítica o real, habría sido adecuada para su propósito. En ese lugar pudo trazar “el desarrollo mental de un niño desde la tabula rasa hasta la de un adulto, en un aislamiento total”, según el profesor Mahmoud Baroud, de la Universidad Islámica de Gaza, que en 2012 escribió Los relatos de náufragos en la literatura árabe y occidental: Ibn Tufayl y su influencia en los escritores europeos (The Shipwrecked Sailor in Arabic and Western Literature: Ibn Tufayl and His Influence on European Writers). Baroud explica que ante tales circunstancias, Hayy “tuvo la libertad de aprender a través de la experiencia sensorial, el razonamiento y la contemplación”.

Sin embargo, Ibn Tufayl sí enfrentó un problema. La generación espontánea contradecía la premisa ortodoxa de Dios como el único creador. Por lo tanto, Ibn Tufayl otorgó a Hayy la alternativa de su propio origen: en una isla cercana, la hermana de un rey se casa sin la autorización de su hermano y da a luz a un hijo, a quien coloca en un “arca completamente sellada” (como el bebé Moisés). La intensa corriente y la suave marea transportan la cuna hasta una isla. Una gacela madre oye el llanto del bebé, lo libera del arca y comienza a amamantarlo. La gacela se convierte en la madre de guarda de Hayy y “lo cuidó constantemente, lo amamantó, lo crió y lo protegió de cualquier peligro”.

Mientras crece, Hayy aprende los sonidos emitidos por las criaturas de la isla “con gran exactitud”, casi como el Mowgli de Kipling en su obra de 1894 y el Tarzán de Edgar Rice Burroughs de 1912, otros dos descendientes literarios de Hayy, según la opinión de Baroud y otros. Hayy se cubre con plumas y, al reconocer que la mayoría de los animales tienen extremidades útiles de defensa (cuernos, picos o garras) se arma con lanzas y herramientas para cortar hechas con ramas y piedras. 

Cuando Hayy cumple siete años, la gacela se muere. Al principio, Hayy se siente sobrecogido por la pérdida, pero finalmente decide diseccionarla con la esperanza de encontrar el origen del dolor que ella sintió. A pesar de no poder revivirla, aprende anatomía básica: la mecánica de los pulmones, el sistema circulatorio, las cavidades del corazón y otras funciones. Cuando descubre que una de las cavidades del corazón estaba tapada con sangre coagulada pero la otra vacía, determina que lo que buscaba “estaba [ahí] pero se ha marchado”. Al atrapar y diseccionar a otros animales también, deduce que el corazón ha de contener el espíritu individual de cada criatura: en otras palabras, su alma.

Ibn Tufayl reparte la historia del autodidactismo de Hayy en siete segmentos de siete años cada uno, hasta los 49 años. Ibn Tufayl relata cómo su héroe, después de haber aprendido las ciencias de la vida, se dedica a estudiar física e investiga preguntas como: ¿por qué el humo se eleva?, ¿por qué se caen los objetos? y ¿por qué el agua se transforma en vapor? Cuando observa que la luz emitida por el fuego se eleva hacia el brillo de las estrellas, Hayy llega a la conclusión de que sus orígenes deben ser celestiales, y más adelante especula que sigue el mismo camino que el alma cuando se desprende del cuerpo, tal como el calor deja los organismos inertes, se eleva y se disipa. Esto hace que su atención se centre en las estrellas, la luna y los planetas. Imita los movimientos de los astros cuando recorre la circunferencia de la isla a pie, así calcula su órbita con precisión y de esta forma aprende matemáticas y astronomía. Finalmente llega a la conclusión de que el universo es “en realidad, un gran ser”. Esto lo induce a la pregunta eterna: “¿Proviene todo esto de la nada, o bien ... ha existido siempre?”

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Tom Verde
Con la Sierra Nevada de trasfondo, las montañas de Guadix en la región nativa de Ibn Tufayl estaban marcadas por cuevas habitadas desde por lo menos el siglo VIII.

Posteriormente, Hayy se retira a una cueva a practicar el ayuno y la meditación, y allí determina que “el mundo debe tener una causa no corporal”, es decir, un ser casuístico que existe fuera del mundo físico, fuera del tiempo y más allá de la imaginación humana. Hayy descubre que ese poder debe ser “la causa de todas las cosas”, una entidad inductora que Aristóteles (catorce siglos antes) y Tomás de Aquino, una generación después, identificaron como el “impulsor principal”. Su travesía contemplativa lo lleva, por decirlo en otras palabras, a darse cuenta de Dios.

Cuando un residente de una isla vecina, Absal, llega y descubre a Hayy, le enseña el lenguaje humano y luego lo lleva a su propia isla. Allí, Hayy es expuesto ante la sociedad. Observa las costumbres de cerca y presta atención especial a las formas de veneración. Sin embargo, considera que las autoridades religiosas tienen una mente cerrada, son mezquinas y están “sumergidas en la ignorancia”. Hayy rechaza lo que considera corrupto y regresa a la isla con Absal donde los dos permanecen hasta su muerte.

Los lectores cultos leen la novela de Ibn Tufayl no solamente como una historia de aventuras, sino como un estudio alegórico de la tensión entre la filosofía empírica y la ortodoxia religiosa. El mismo Ibn Tufayl aclaró esto en su introducción. Tras reconocer la influencia de la lógica de Aristóteles en el pensamiento islámico, critica a filósofos musulmanes anteriores, como a Al-Farabi y a Ibn Bajjah (también andaluz), que deseaban resolver la búsqueda de la verdad con la certeza de la fe. También reconoce su deuda con el médico Avicena (Ibn Sina) y lo describe como el “príncipe de los filósofos”. Sin embargo, el primero en su lista lo ocupa el hombre al que simplemente llama “nuestro maestro”: Al-Ghazali. 

La revelación que tiene Hayy mientras meditaba en una cueva no solo evoca la revelación de Dios al profeta Mahoma en el Corán y las teorías de Platón, sino también la propia infancia de Ibn Tufayl.Al-Ghazali (Algazael), que vivió en la última parte del siglo XI, fue uno de los filósofos más influyentes del Islam, en un momento en que varias divisiones cuestionaban a los suníes. Algunos, incluso Avicena, abogaban por la filosofía denominada falsafa, un racionalismo clínico que se basó en gran medida (demasiado, según los críticos) en la lógica aristotélica y el esoterismo metafísico para explicar la creación, la existencia y la revelación, pero con poco margen para los milagros. En el otro extremo del espectro estaban los místicos sufíes, quienes promovían la comprensión trascendental y sin mediación de Dios, más allá del razonamiento y de las costumbres mundanas de la vida islámica cotidiana.

Al-Ghazali propuso una posición intermedia. Mientras que encontraba cierto valor en el enfoque sistemático de la falsafa, refutó varias de sus conclusiones. En relación con lo místico, estuvo de acuerdo en que el conocimiento podía llegar a través de la contemplación, aunque destacó el enfoque central del profeta Mahoma y las revelaciones de Dios en el Corán.  

Stefan Sperl, profesor principal de árabe de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos (School of Oriental and African Studies) de Londres, explica que Ibn Tufayl seguía en gran parte la línea de pensamiento de Al-Ghazali. “Estaba en desacuerdo con las prácticas supersticiosas y la ingenuidad del tipo de personas desinformadas y sin tradición intelectual”, afirma Sperl. Según las propias palabras de Ibn Tufayl, aquellos que permanecen “ignorantes en las ciencias” hacen falsas afirmaciones sobre la “experiencia de una verdad absoluta”.

Posteriormente, esta doctrina atrajo a varias generaciones de personalidades influyentes progresistas e intelectuales de Europa (musulmanes, cristianos y judíos), que también han recurrido a Hayy ibn Yaqzan en busca de inspiración. Entre estas personalidades, las principales fueron el filósofo y médico catalán del siglo XIV Moisés Narboni, erudito rabínico y crítico de Ibn Rushd y Maimónides; Giovanni Pico della Mirandola, el estereotipo del hombre renacentista de pelo rubio, que con su manifiesto humanista Discurso sobre la dignidad del hombre captó la atención de la iglesia católica romana, y el catedrático de Oxford Edward Pococke, uno de los primeros defensores del estudio de “lo árabe”, que en 1636 ocupó la primera cátedra sobre la materia en Oxford.

M primera vista, Daniel Defoe y su “aventura clásica para niños” podrían parecer fuera de lugar en compañía de estos intelectuales. Sin embargo, esto se debe a que las ediciones más conocidas de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe con frecuencia han sido acortadas a lo más básico del relato: una historia de aventuras, despojada de todos los pasajes filosóficos en los que el héroe de Defoe reflexiona sobre el mundo natural, se pregunta qué significa ser cristiano y examina su propia relación con Dios. En la actualidad, pocos lectores saben que Vida y extrañas y sorprendentes aventuras fue el primer tomo de una trilogía de novelas de Crusoe que incluía Más aventuras de Robinson Crusoe y Serias reflexiones de Robinson Crusoe. En estas obras, Defoe narra detalladamente el destino de Crusoe tras haber sido rescatado, así como el desarrollo espiritual de su héroe. Al llegar al último capítulo de Serias reflexiones, las preocupaciones de Crusoe ya no se relacionan con construir una balsa o excavar en la arena para encontrar alimentos: también reflexiona acerca de la ascensión de la mente humana “hacia las más elevadas y distantes regiones de luz”. Algo muy parecido a las reflexiones de Hayy ibn Yaqzan. 

Tal como observa el erudito Samar Attar en su libro de 2007 Las raíces vitales de la Ilustración europea: la influencia de Ibn Tufayl en el pensamiento moderno occidental (The Vital Roots of European Enlightenment: Ibn Tufayl’s Influence on Modern Western Thought), los dos personajes son náufragos que llegan a una isla desierta donde aprenden a sobrevivir sin ayuda ni intervención humana. Los dos dependen del razonamiento y del método científico de observación y experimentación, ensayo y error, para adquirir conocimientos sobre el ambiente natural que los rodea. A partir de ahí “avanzan hacia temas sobrenaturales y divinos”. Los dos se cuestionan el extremismo religioso y llegan a hacer amistad con individuos provenientes de islas aledañas (Crusoe con Viernes, Hayy con Absal) que se convierten en sus protegidos.

Attar no fue el primero en trazar estas comparaciones. Las bibliografías de los trabajos publicados en los últimos 50 años sobre el tema y, más específicamente, sobre la influencia de Ibn Tufayl en el pensamiento europeo, conforman páginas y páginas de información. En su mayoría, estos estudios modernos se remontan a la obra de Antonio Pastor La idea de Robinson Crusoe (The Idea of Robinson Crusoe) , publicada en 1930. Pastor, director del departamento de español de King’s College London, declaró en su análisis sobre Hayy ibn Yaqzan que “sin duda alguna, no existe ninguna otra obra de ficción oriental que haya dejado un rastro tan notable en la literatura europea moderna”.

Incluso en los tiempos de Defoe, los expertos literarios identificaban a Crusoe con Hayy. Alexander Pope le escribe a su amigo Lord Bathurst, en septiembre de 1719 (cinco meses después de que Defoe publicara Robinson Crusoe), comparando en tono burlón el aislamiento de Bathurst en su propiedad en Gloucestershire con el de “Alexander Selkirk, o el filósofo autodidacta”. Selkirk fue un marinero verdadero que naufragó en una isla chilena entre 1704 y 1709, cuya historia ha sido comúnmente citada como la inspiración contemporánea para Robinson Crusoe. Por otra parte, la frase “el filósofo autodidacta” hace referencia al título de una traducción de 1708 de Hayy ibn Yaqzan (en inglés es “The Self-taught Philosopher”, y en español es “El filósofo autodidacta”), que se sabe que Pope tenía en su biblioteca. 

“Aunque fue escrito en árabe, el libro no era ajeno a la cultura mediterránea y europea”, afirma Sperl.

En conclusión, está claro que la historia de Ibn Tufayl tuvo lo que los periodistas llaman “pegada”. Me emprendí para descubrir por qué. 

“Si vas a tomar esa travesía, debes empezar en Guadix, en el este de Andalucía, la tierra natal de Ibn Tufayl”, me recomendó Ben Zaken. “Creo que allí encontrarás un pieza muy importante del rompecabezas”.

Mas cimas nevadas de la Sierra Nevada, que incluyen algunos de los picos más altos de Europa, cobijan en sus valles a la ciudad de Guadix, situada a una hora de viaje al noreste de Granada, de la misma forma en que una madre de oso polar protege a su cachorro. Conduje hasta ahí con Ana Carreño, nativa de Guadix y antigua editora de El legado andalusí, una revista sobre la herencia musulmana en España y el Mediterráneo.

“¿Ves las chimeneas?” me pregunta, mientras señala las protuberancias de color blanco en forma de bala que salpican el paisaje como una legión de fantasmas de historietas. Y me explica que pertenecen a las casas de cuevas, todas talladas sobre la suave tierra color ocre. Varios cientos de los 25.000 residentes de Guadix viven así, en estas casas talladas en la montaña donde disfrutan del fresco en el verano y de un calor aislante en el invierno. Mientras que Guadix es una de las poblaciones más antiguas de España, sus cuevas tan solo datan del siglo VIII, cuando era una ciudad árabe conocida como Wadi ‘Ash, de donde deriva su nombre español actual

Mientras comemos unas tapas de aceitunas y pimientos asados bañados en aceite de oliva español color dorado, Carreño me presenta a Manuel Aranda, dueño de unas cuevas en alquiler para turistas en un pueblo vecino y alcalde de El Valle del Zalabí (“Soy el único alcalde español que vive en una cueva”, señala con deleite) un municipio que incluye a Exfiliana, según buenas referencias el lugar de nacimiento de Ibn Tufayl (cuyo nombre ha sido hispanizado localmente como “Abentofail”).

“Ciertamente, el nombre de Abentofail es muy conocido por aquí”, explica Aranda, al igual que los nombres de muchos escritores, poetas y pintores que a lo largo de la historia han sido inspirados por este paisaje.

“Nos encontramos a 1.000 metros sobre el nivel del mar, en este paisaje único e imponente de escenarios naturales, rodeados por montañas, planicies fértiles y desierto. Incluso la luz parece diferente aquí”, observa.

Un escenario así, agrega Carreño, incita naturalmente a la contemplación.

“Así como el filósofo de Platón asciende desde la oscuridad de la caverna y emerge hacia la luz, del mismo modo Hayy asciende a través de las diferentes etapas del entendimiento por medio de la experimentación y la contemplación, para llegar al entendimiento de Dios”. —Antonio Enrique.
Tom Verde
“Así como el filósofo de Platón asciende desde la oscuridad de la caverna y emerge hacia la luz, del mismo modo Hayy asciende a través de las diferentes etapas del entendimiento por medio de la experimentación y la contemplación, para llegar al entendimiento de Dios”. 

—Antonio Enrique

“Al crecer aquí, era inevitable preguntarse qué había del otro lado de la montaña”, medita Ana Carreño. “Es un lugar que invita a meditar de tal manera que no es sorprendente que haya influido en tantos poetas y filósofos”.

Más tarde, buscamos al poeta moderno Antonio Enrique, fundador del taller mensual de poesía Abentofail de Guadix. En su opinión, no es una coincidencia que Hayy ibn Yaqzan haya tenido su revelación en una cueva. El lugar remite no solo al pueblo de la niñez de Ibn Tufayl, sino también a las revelaciones del profeta Mahoma en el monte Hira, cerca de Makkah, y a la caverna de la alegoría de Platón, en la que el filósofo idealizado llega a comprender la verdadera naturaleza de la realidad.

“El pensamiento andaluz predominante en ese momento era el platonismo”, explica Enrique. Se consideraba que la existencia emanaba de un solo origen, el “Uno”, con el que el alma podía reunirse a través del intelecto. 

“Así como el filósofo de Platón asciende desde la oscuridad de la caverna y emerge hacia la luz, del mismo modo Hayy asciende a través de las diferentes etapas del entendimiento por medio de la experimentación y la contemplación, para llegar al entendimiento de Dios”, explica Enrique.

El hecho de que Ibn Tufayl haya llegado a conocer y a escribir sobre conceptos tan elevados, no solo se relaciona con Guadix, sino también con el origen de su familia, su educación, la época en la que nació y un poco de suerte histórica. Ibn Tufayl, que descendía de una prominente tribu Qais con orígenes en la Península Arábiga, nació alrededor del año 1116. Se conocen pocos detalles de su educación y mucho de lo que se sabe proviene de los escritos del historiador marroquí del siglo XIII Abdelwahid al-Marrakushi, quien escribió que Ibn Tufayl “estudió bajo la tutela de los más dotados” y era uno de los “estudiosos más versátiles” de al-Andalus. También estaba interesado en “conciliar [los campos de] el conocimiento filosófico y el derecho [religioso]”. 

El primer éxito de Ibn Tufayl fue en el año 1147, quien habría cumplido 30 años de edad, cuando viajó a Marrakech con Ibn Milhan, ex gobernante de Guadix. Ibn Milhan, administrador capaz e ingeniero habilidoso, había sido convocado por el califa almohade ‘Abd al-Mu’min para supervisar la construcción del sistema de irrigación de los jardines reales. No se conocen los motivos por los cuales Ibn Tufayl participó en este viaje, pero se sabe que en la corte causó una buena impresión en el califa, que lo nombró secretario personal de su hijo Abu Sa’id. Después de la muerte de al-Mu’min en el año 1163, Ibn Tufayl regresó a la corte como el médico personal de su sucesor, Abu Ya’qub Yusuf, un puesto que ocupó hasta que falleció este califa en 1184. Durante este periodo adquirió una gran reputación en las ciencias, las matemáticas y la medicina. 

En el último año de su vida, escribe al-Marrakushi, “su preocupación (…) era el conocimiento espiritual a expensas de cualquier otra cosa, ansioso por conciliar la filosofía y la religión”. Comenzó a escribir Hayy, en el momento y el lugar ideales, aunque todo podría haber sido muy distinto.

Bajo el reinado de los almohades, la filosofía no era vista con buenos ojos. Sin embargo, y afortunadamente para Ibn Tufayl, el califa Abu Ya’qub Yusuf era muy diferente de sus dos predecesores. “Recolectaba libros constantemente desde todos los rincones de España y el norte de África, y buscaba rodearse de hombres sabios, especialmente pensadores, hasta que finalmente logró reunir a muchos más que cualquier rey anterior en Occidente”, escribió al-Marrakushi. El califa estaba tan fascinado con Ibn Tufayl “que permanecía con él en el palacio noche y día, a veces sin salir durante días”.

“Abubacher dixit” (“Abubacer [Ibn Tufayl] dijo”): así se inicia un pasaje de esta copia, ahora conservada en la Universidad de Génova, de la primera traducción al latín de Hayy ibn Yaqzan, escrita en 1493 por Pico della Mirandola o su maestro, Yohanan Alemanno.
Tom Verde / biblioteca de la universidad de Génova
“Abubacher dixit” (“Abubacer [Ibn Tufayl] dijo”): así se inicia un pasaje de esta copia, ahora conservada en la Universidad de Génova, de la primera traducción al latín de Hayy ibn Yaqzan, escrita en 1493 por Pico della Mirandola o su maestro, Yohanan Alemanno.

Abu Ya’qub Yusuf trasladó la capital andaluza de Córdoba a Sevilla, donde Rafael Valencia es en la actualidad profesor de Estudios Árabes e Islámicos en la Universidad de Sevilla. Allí, los temas universales y eternos de Hayy ibn Yaqzan lo convierten en lectura obligatoria.

“Lo que encontramos en Hayy ibn Yaqzan no es solo conocimiento árabe o musulmán, sino conocimientos humanos universales”, afirma Valencia.

Además del texto alegórico de Hayy ibn Yaqzan, hay otro símbolo importante de la travesía de Hayy (y por lo tanto, de la filosofía de Tufayl) que puede comprenderse al observar el interior de uno de los sitios históricos más atesorados en España: La Alhambra, localizada al este de Granada.

Caminando en compañía del historiador de arte José Miguel Puerta Vilchez, miembro fundador y vicepresidente de la Fundación Ibn Tufayl de Estudios Árabes, ubicada en Almería, yo iba observando los simbolismos tallados en las paredes y techos texturizados. Mientras entrábamos al Salón de Comares, también conocido como el Salón del Trono, Vilchez atrajo mi atención hacia el techo.

“Existe una dimensión astral en este techo, que evoca el orden del cosmos”, explica Vilchez mientras señala el patrón geométrico de paneles de madera con 8.017 piezas poligonales en rojo, verde y blanco, que semejan encaje, acomodadas en siete ménsulas concéntricas que culminan en un centro de color blanco inmaculado de forma octagonal que eclipsa el resto de la decoración.

“Ibn Tufayl relata la historia de Hayy en una serie de siete períodos de siete años cada uno. Por lo tanto, el número siete está muy presente y es muy importante en su obra”, comenta Vilchez. “Aquí en el techo del Comares, no solo encontramos los siete cielos, sino también la teoría neoplatónica de la emanación, que era central en Hayy ibn Yaqzan”. 

La idea preponderante de Ibn Tufayl era que la sabiduría humana puede llegar a comprender su propia fuente divina.Vilchez explica que, aunque fue construida dos siglos después de la publicación de Hayy ibn Yaqzan, la poética arquitectónica de la Alhambra y su profundo simbolismo de todas formas representan una expresión temprana de la idea predominante del libro: que la sabiduría humana, a través de un proceso de autoconcientización y autoevaluación, puede llegar a conocer la fuente divina de esa sabiduría. 

En 1492, la Alhambra y Granada sucumbieron ante los ejércitos de Fernando II de Aragón e Isabel I de Castilla. La España musulmana de al-Andaluz dejó de existir.  Sin embargo, mientras el ejército cristiano marchaba hacia el sur, las ideas que sustentaban la pequeña novela de Ibn Tufayl migraban hacia el norte y sembraban las semillas intelectuales del pensamiento occidental de la Baja Edad Media.

El histórico “Call” o barrio judío de Barcelona es una laberinto concéntrico de piedra medieval, tan ajustado y autosuficiente como un juego de muñecas rusas. Un paseo por sus calles angostas, encastradas en medio de altas fachadas grises e inexpresivas, es un cambio reconfortante tras el frenesí del famoso paseo peatonal de La Rambla, ubicado a unas cuadras en dirección al oeste. Sin embargo, a mediados del siglo XIV estas calles, incluso en los mejores tiempos, no tenían nada de silenciosas y pacíficas.

“Aquí había mucha actividad. En el Call había muchas carnicerías, pastelerías, vendedores de pescaderos, tejedores, mercaderes, todos al servicio de la comunidad judía de Barcelona, que era la más grande de Aragón”, explica Eulalia Vernet, educadora del Centro de Interpretación del Call. 

“Sin embargo, los centros de la vida ceremonial y los escenarios de debates intelectuales eran las sinagogas”, afirma Vernet, mientras nos detenemos en la sinagoga más pequeña del Call, la sinagoga Chica o Poca (muy acertadamente llamada así), que ahora es una capilla cristiana. 

Entre los debates más polémicos que sacudieron a esta y a otras sinagogas en el siglo XIV estaba la llamada Controversia de Maimónides. Esta controversia, llamada así por Moisés Maimónides, filósofo y racionalista cordobés judío del siglo XII, hacía referencia a interrogantes que tenían similitudes asombrosas con los que planteaba Ibn Tufayl: ¿En qué medida es el racionalismo una vía aceptable para comprender a Dios, y en qué punto se convierte en herejía? Por un lado estaban los defensores de Maimónides, muchos de ellos concentrados al norte en Perpiñán (en lo que ahora es el sur de Francia), quienes buscaban armonizar el judaísmo con el racionalismo aristotélico. Por otro lado estaban los simpatizantes ortodoxos del rabino principal de Barcelona, que compartían la inquietud de que esta forma de pensar alejara a los judíos de la fe. 

Un filósofo y médico judío de Perpiñán, Moisés Narboni, se unió a esta controversia. Llegó a Barcelona en 1348 e ingresó a Call por su puerta oriental, a unos cien metros de donde Vernet y yo nos encontrábamos parados. Narboni, que hablaba fluidamente latín, castellano y francés provenzal, y leía el hebreo y el árabe, comenzó a estudiar a Maimónides a los 13 años de edad, se dedicó a la medicina y escribía crónicas bíblicas y filosóficas. Refutó el neoplatonismo de Maimónides en favor de las doctrinas científicas de Aristóteles. Sus argumentos siguieron los mismos pensamientos del predecesor de Ibn Tufayl, Ibn Bajjah, y de su sucesor, Ibn Rushd. En una crónica posterior sobre Ibn Rushd, Narboni manifestó su intención de escribir una crónica sobre Hayy ibn Yaqzan para examinar “el régimen de soledad” como medio para la “comunión con Dios”. 

Algunos eruditos han atribuido la autoría de la primera traducción al hebreo de Hayy a Narboni, aunque otros cuestionan su dominio del árabe. Sea cual fuere la verdad, trabajó a partir de una traducción al hebreo que bien podría haber estado al alcance de la mano en una ciudad que, a mediados del siglo XIV, era uno de los refugios para los estudiosos judíos andaluces que huían de la persecución que caracterizó a los almohades, un drástico contraste respecto de la tolerancia que habían experimentado previamente bajo el régimen almorávide.

“Muchos intelectuales judíos de Andalucía llegaron a Cataluña y Provenza, a Barcelona, Gerona y Narbona, y tradujeron las obras de médicos, filósofos y astrónomos árabes al hebreo”, explica Silvia Planas, coautora del libro Historia de la Cataluña judía. Planas agrega que era lógico que Narboni eligiera Barcelona como el lugar para escribir sus crónicas, que tituló Yehiel Ben-Uriel (Que viva Dios, hijo del Dios Vigilante). 

En esas crónicas, Narboni suplicaba a Dios que metafóricamente “lo condujera a la isla de la felicidad”, en referencia a la isla de Hayy. En su opinión, Hayy ibn Yaqzan brindó una “explicación de la naturaleza de la comprensión alcanzada cuando el intelecto [terrenal] del hombre se conjuga con el intelecto activo [eterno, divino]”. Su conclusión fue que Ibn Tufayl había demostrado que esa “conjunción” era posible si la persona que la buscaba lograba, a través del razonamiento y un esfuerzo metódico, acallar el clamor de la sociedad. 

Yehiel Ben-Uriel se convirtió en algo parecido a un best seller durante la vida de Narboni y así se mantuvo después de su muerte, pues sobreviven más copias de esta que de cualquier otra de sus obras. Entre esas copias se encuentra una edición con abundantes marcas que perteneció a un humanista ítalo-judío de Constantinopla llamado Yohanan Alemanno, quien se encontraba en Florencia a finales del siglo XV. Al igual que muchos profesores eruditos de su generación, estaba buscando empleo mientras vivía de las migajas de las extraordinariamente ricas familias de banqueros de Florencia. Entre los alumnos de Alemanno estaba Giovanni Pico della Mirandola, un apuesto joven aristócrata y el favorito del gobernador de la ciudad y mecenas de las artes Lorenzo de Medici. Pico, uno de los primeros humanistas y filósofos del Renacimiento, compartía muchos intereses con su maestro, lo que incluía la debilidad por un libro al que lo introdujo Alemanno: Hayy ibn Yaqzan.

Instruido en fuentes griegas, romanas, judías e islámicas, el humanista florentino Giovanni Pico della Mirandola vio en Hayy ibn Yaqzan una alegoría compacta acerca del papel crucial que juegan la autodisciplina y la observación en la búsqueda de la verdad.
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Instruido en fuentes griegas, romanas, judías e islámicas, el humanista florentino Giovanni Pico della Mirandola vio en Hayy ibn Yaqzan una alegoría compacta acerca del papel crucial que juegan la autodisciplina y la observación en la búsqueda de la verdad.

La lluvia caía con fuerza sobre las calles de Florencia mientras yo daba la vuelta a Il Duomo, la catedral emblemática de la ciudad: una sinfonía de jade y mármol color marfil que se eleva hacia el crescendo terracota de la famosa cúpula de Brunelleschi. Al atravesar la cercana Piazza della Signoria, incliné la cabeza en señal de saludo ante la réplica del David de Miguel Ángel (la original está guardada desde 1873), mientras iba en camino hacia otra de las atracciones de Florencia: el Palacio y la Galería de los Uffizi. 

Buscaba el retrato de Pico en la Galería de los Uffizi. Colgado casi fuera de la vista a nivel del techo, al otro lado del corredor que da a una de las principales atracciones del museo, El nacimiento de Venus de Botticelli, el retrato de Pico no atrae actualmente a muchos admiradores. Sin embargo, hubo un tiempo en que este joven de rizos castaños, que caían suavemente de su gorra de fieltro color rojo cereza, se ganó la atención de papas y príncipes, algunos de los cuales lo consideraban un genio. Para otros, era un hereje.

Hijo de un señor feudal del norte de Italia, el conde Giovanni Pico della Mirandola nació en 1463. Fue un niño prodigio que comenzó a estudiar derecho canónico a la edad de 10 años en Bolonia, a lo que le siguió una educación clásica y académica (latín, griego, Platón y Aristóteles) en las mejores escuelas y universidades de Padua, Roma y París. Ansioso por expandir sus horizontes, añadió a sus estudios a Ibn Rushd, y también el árabe y el hebreo. 

En la frase introductoria de su obra más famosa, De Hominis Dignitate (Discurso sobre la dignidad del hombre), combinó su devoción humanística por la máxima griega clásica “el hombre es la medida de todas las cosas” con su respeto por el conocimiento islámico: “He leído en los antiguos escritos de los árabes, padres venerados, que Abdala el Sarraceno, interrogado acerca de cuál era a sus ojos el espectáculo más maravilloso en esta escena del mundo, había respondido que nada veía más espléndido que el hombre”.

Aunque fue la reputación de Pico como humanista lo que le permitió ganarse el aprecio de su mecenas, Lorenzo, en 1486 el Discurso causó estupor en el Vaticano por su empático reconocimiento de una amplia variedad de creencias religiosas, del Islam a lo oculto. La influencia de Lorenzo fue lo único que salvó a Pico de la cárcel, y solo en 1493, un año después de la muerte de Lorenzo, fue absuelto oficialmente. Ese mismo año elaboró (o tal vez hizo que Alemanno elaborase) la primera traducción de Hayy ibn Yaqzan al latín.

Una copia contemporánea de este original, escrita con letra enmarañada en una tinta borrosa por el paso del tiempo, se encuentra actualmente en la Universidad de Génova, que visité al día siguiente. Al pasar cuidadosamente las hojas crepitantes del pergamino, advertí la frase en latín “Dixit Abubacher (“Abubacer [Ibn Tufayl] dijo”) que aparece al principio de muchos párrafos. 

La primera traducción al latín de Hayy ibn Yaqzan en Inglaterra fue publicada en el año 1671 en este volumen de páginas opuestas en latín y árabe por Edward Pococke hijo, quien usó un volumen en árabe adquirido en Alepo en la década de 1630 por su padre, Edward Pococke. Apareció en inglés en 1703, apenas 16 años antes que el Robinson Crusoe de Defoe.
Biblioteca bodleian / Tom Verde 
La primera traducción al latín de Hayy ibn Yaqzan en Inglaterra fue publicada en el año 1671 en este volumen de páginas opuestas en latín y árabe por Edward Pococke hijo, quien usó un volumen en árabe adquirido en Alepo en la década de 1630 por su padre, Edward Pococke. Apareció en inglés en 1703, apenas 16 años antes que el Robinson Crusoe de Defoe.

Más tarde pasé por la oficina de Stefano Pittaluga, profesor de literatura latina medieval y humanística. Pittaluga me explicó que el deseo de Pico de leer y poseer un libro como Hayy ibn Yaqzan, con su embriagante mezcla de temas neoplatónicos, científicos y místicos, tenía mucho sentido en una época en la que el conocimiento humano, la creatividad y la intuición tenían un rol preponderante.

“En la segunda mitad del siglo XV existía un fuerte interés en textos sapienciales”, afirma Pittaluga. “De todos los humanistas, Pico era el más interesado en intentar encontrar conexiones entre la cábala o el misticismo y el cristianismo.”

Aquí es donde intervino Alemanno, que era una autoridad en la cábala y también escribió una “sobre crónica” (una crónica acerca de una crónica) sobre la edición de Narboni de Hayy ibn Yaqzan, de la cual fue traducido el texto en latín de Pico. Alemanno se sintió tan inspirado por Hayy que imitó su tema y su título en su propia obra maestra, Hai ha-Olamin (El inmortal), la cual exploró el logro de la perfección o unión con Dios a través del estudio de la ciencia y la filosofía árabe y judía. (En la sección autobiográfica del texto rinde un homenaje más extenso a Hayy al dividir la historia de su propia vida en ciclos de siete años.) 

La influencia de Alemanno (y, por lo tanto, de Ibn Tufayl) puede leerse además en el Heptaplus de Pico, una crónica sobre el libro bíblico del Génesis. En esta obra llega a la conclusión de que los seres humanos, después de una vida de rigurosa reflexión científica y espiritual, están destinados a elevarse por encima de este mundo y disfrutar del encuentro con lo divino.

“Esta es nuestra recompensa”, declaró, utilizando la misma terminología neoplatónica que usó Ibn Tufayl, “que a partir de toda imperfección (…) somos llevados de vuelta a la unidad mediante un vínculo indisoluble con Él, el Uno”.

Aunque el propio camino de Pico para alcanzar la reunificación divina en 1494 parece no haber sido tan dichoso (persisten rumores de que fue envenenado por rivales presos de celos), su impacto, y también el de Ibn Tufayl, pronto se extendieron desde Florencia y la península itálica.

En Inglaterra, el filósofo y estadista Tomás Moro recurrió a la fascinación de Pico por Hayy al desarrollar sus propias teorías sobre la relación de la humanidad con Dios, la naturaleza y la sociedad. Algunos han identificado temas análogos y autodidácticos en el clásico de More de 1516 Utopía, un relato político y filosófico acerca de una civilización ideal que justamente estaba ubicada en una isla, apartada de las influencias corruptas del mundo exterior. Mientras tanto, el inglés Francis Bacon, considerado el padre del empirismo, también concebía una isla mítica en su propia novela utópica, La Nueva Atlántida. Al analizar a Heptaplus y a Hayy, Bacon visualizó una sociedad insular en la que los habitantes religiosamente devotos también están dedicados a la búsqueda del conocimiento científico puro. “Justo en el centro de este reino” se encuentra la “Casa de Salomón”, una institución que anticipa la universidades de investigación modernas y que en 1660 inspiró la fundación en Inglaterra de la Real Sociedad de Londres para Mejorar el Conocimiento Natural. La Sociedad, entre cuyos primeros presidentes estuvo Isaac Newton, eligió como su lema una versión simplificada de uno de los consejos autodidácticos del poeta romano Horacio, que estaba entre los favoritos de Pico: “Nullius in verba”. La traducción aproximada es: “No hay que reverenciar la palabra de nadie”.

En Francia, el padre del racionalismo, René Descartes (nacido en 1596), estaba analizando la obra de Ibn Tufayl cuando lanzó su famosa frase que afirma que la existencia es tal porque uno existe: “Pienso, luego existo”. Una generación más tarde, Voltaire eligió un paraíso celestial como el lugar de nacimiento de su ingenuo optimista, Cándido. El héroe epónimo de su novela Zadig, un pionero del método científico, también tiene semejanzas con Hayy, mientras que la trama se deriva de un relato persa ubicado nada más y nada menos que en Serendib, otro nombre antiguo de Sri Lanka, el modelo sugerido para la isla de Hayy.

En España, el protagonista de la novela alegórica del filósofo jesuita Baltasar Gracián, El criticón, publicada a mediados de la década de 1650, es amamantado por una “bestia” y pasa la primera mitad de su vida aislado en la cueva de una isla, ignorante de la civilización humana. Posteriormente, la sociedad le parece insípida y decide confiar en la naturaleza para la revelación de las verdades de Dios. Aunque los críticos modernos han debatido hasta qué grado Gracián realmente se inspiró en la historia de Hayy, el historiador inglés Paul Rycaut, que en 1681 tradujo El criticón al inglés, conjeturó que “el autor de este libro podría haberlo imaginado originalmente a partir de la historia de Hai Ebn Yakdhan escrita en árabe por Ebn Tophail”. (El filósofo alemán del siglo XIX Arthur Schopenhauer más tarde daría crédito a El criticón como una influencia de gran peso, lo que a su vez se filtraría en las obras de sus propios descendientes intelectuales: Friedrich Nietzsche y Albert Camus).

“No importa cuánto difieran estos pensadores”, observa Attar, “está claro que ellos (…) heredaron algunas ideas básicas” de Ibn Tufayl al colocar los cimientos de lo que Europa llamaría más tarde el Siglo de las Luces. Tal como escribió Immanuel Kant, fue una época en la que la humanidad, como Hayy, obtuvo “el valor y la determinación de confiar en su propio entendimiento”. También fue la época de Daniel Defoe.

No existe una evidencia firme que confirme que Daniel Defoe, que tenía sus propias ambiciones comerciales y sociales, realmente poseyera, una copia del relato de Ibn Tufayl. Sin embargo, parece lógico que al menos haya estado familiarizado con un libro que, en la época de la Ilustración, era equivalente a cualquier best seller actual, como los libros de Oprah.
Archivo histórico universal / biblioteca de arte bridgeman
No existe una evidencia firme que confirme que Daniel Defoe, que tenía sus propias ambiciones comerciales y sociales, realmente poseyera, una copia del relato de Ibn Tufayl. Sin embargo, parece lógico que al menos haya estado familiarizado con un libro que, en la época de la Ilustración, era equivalente a cualquier best seller actual, como los libros de Oprah.

Defoe no era un caballero, pero añoraba serlo. Hijo de un carnicero de Londres, nacido alrededor de 1660, Daniel Foe agregó más tarde el “De” a su apellido, para alegar una remota ascendencia aristocrática. Los Foe eran “disidentes”, también conocidos como puritanos o “inconformistas”: protestantes que rechazaban la jerarquía de la Iglesia de Inglaterra junto con algunas doctrinas. Por este grupo se acentuó la falta de pertenencia de Defoe en esa sociedad. Después de una pobre carrera como mercader (sus registros contables eran lamentables), una carrera aun peor como periodista (sus obras radicales lo hicieron terminar en la cárcel) y una experiencia como espía para el lado que estuviera en el poder (liberal o conservador), antes de cumplir 60 años se dedicó a escribir ficción. Cediendo a sus propias ambiciones de promoción social y con una familia numerosa que mantener, compró una mansión en las afueras de Londres en Stoke Newington, un santuario para inconformistas ricos cuyas creencias religiosas les prohibían poseer una propiedad dentro de la ciudad. Allí se sentó a escribir su primera y más famosa novela. La trama: un náufrago en una isla tropical cuyo aislamiento e intuición lo conducen a la verdad religiosa.

Descubrí que la casa ya no existe. Ha sido sustituida por una serie de departamentos de ladrillo del siglo XIX y escaparates en la esquina de High Street, en la que ha sido llamada “Calle Defoe”. La otra conexión de Defoe con el lugar es una placa azul del departamento de Patrimonio Inglés en el edificio, sin contar el bar epónimo que se encuentra atravesando la calle y la tienda de neumáticos a la vuelta de la esquina.

Aunque vivió en lo que entonces era la campiña cuando escribió Robinson Crusoe (publicada en 1719), Defoe mantuvo el oído atento al bullicio londinense, que era bastante fácil de oír. Uno de los temas más preponderantes era el continuo conflicto religioso entre disidentes y conservadores anglicanos y las polémicas Actas de Unión de 1707, que unieron a los gobiernos de Inglaterra y Escocia que hasta entonces habían estado separados (una historia que Defoe cubrió como periodista). Otro tema candente era la desconfianza de la monarquía inglesa y la clase mercantil respecto del invasivo poder político y económico del imperio Otomano en el sur y en el este de Europa, a pesar de que el país buscaba establecer relaciones diplomáticas y comerciales con Estambul. Uno de los lugares habituales de estas discusiones era una nueva empresa comercial con raíces en ese imperio rival: la cafetería.

“Al igual que hoy en día, se acudía a este lugar a beber café, pero principalmente a hablar con otras personas y leer el periódico”, explica Markman Ellis, autor de La cafetería: una historia cultural (The Coffee House: A Cultural History) y profesor de Estudios del Siglo XVIII en el Departamento de Inglés de Queen Mary University, en Londres. “Eran absolutamente esenciales para las actividades comerciales de la ciudad. Lloyd’s de Londres, por ejemplo, empezó como una cafetería, cuyo propietario Edward Lloyd publicaba noticias sobre la llegada de los barcos dirigidas a sus clientes interesados en embarques y seguros marítimos. Las noticias del Imperio Otomano han de haber sido importantes debido al sitio de Viena en 1683. Así es que la cuestión acerca de la continua expansión del imperio seguramente estaba en las mentes de las personas”.

Ellis explica que el deseo por saber cómo el imperio se volvió tan rico y poderoso también era un tema importante.

“Existía un aspecto geopolítico en ese interés”, observa. “Las personas querían saber más sobre los otomanos y esto incluía la curiosidad sobre el Islam y los conocimientos islámicos”.

Entre los fragmentos de esos conocimientos se encontraba un libro publicado en Oxford en 1671. Impreso en latín y en árabe en páginas opuestas, su complicado título era (en parte) Philosophus autodidacticus, sive, Epistola Abi Jaafar ebn Tophail de Hai ebn Yokdhan (El filósofo autodidacta, o Epístola de Abu Ja’afar Ibn Tufayl sobre Hayy ibn Yaqzan). El subtítulo describía sus conceptos básicos: “En el que se demuestra por qué medios el razonamiento humano puede ascender de la contemplación de lo inferior al conocimiento de lo superior”.

Edward Pococke padre, que era casi tan buen publicista como erudito, envió la traducción de su hijo a toda la élite culta de Europa, con lo que el libro se convirtió en un best-seller.
Biblioteca bodleian
Edward Pococke padre, que era casi tan buen publicista como erudito, envió la traducción de su hijo a toda la élite culta de Europa, con lo que el libro se convirtió en un best-seller.

El libro fue traducido por Edward Pococke, bajo la supervisión de su padre, el reconocido arabista de Oxford Edward Pococke. Pococke padre había encontrado el texto 40 años antes, cuando compró una copia en árabe del siglo XIV de Hayy en Alepo, mientras trabajaba allí como capellán de la Compañía del Levante, una empresa inglesa de comercio autorizada por la Reina Isabel I. Pococke vivía en la sede regional de la empresa, un funduq en árabe, en el que había una “biblioteca considerable (…) [en la que] los capellanes tenían mucho tiempo para dedicar a la investigación, la exploración y la recolección de manuscritos y otras antigüedades”, según explica el erudito Alastair Hamilton en su ensayo “El interés inglés en los cristianos de habla árabe” (The English Interest in the Arabic-Speaking Christians). De hecho, según observa Hamilton, “algunas de las primeras recopilaciones inglesas de manuscritos árabes y siríaco fueron hechas por hombres que trabajaron en Alepo”.

Además de satisfacer su propio apetito por la literatura árabe, Pococke se apoderó de Hayy y otros libros por mandato de su amigo y benefactor William Laud, Arzobispo de Canterbury, quien también fue el hombre que más tarde lo designó en la cátedra de árabe en Oxford. En una carta a Pococke en 1631, Laud solicitó a su amigo que comprara “tales manuscritos, ya sea en griego o los idiomas orientales, que por [su] juicio fuesen más aptos para la biblioteca de una universidad”.

La biblioteca universitaria que Laud tenía en mente era la biblioteca Bodleian de Oxford, en la que las donaciones de Pococke actualmente forman parte de la rica variedad de manuscritos islámicos y de Medio Oriente de la institución. Su curador, Alasdair Watson, fue muy amable al desempolvar la copia medieval de Hayy y la primera edición de Pococke hijo para que yo pudiera examinarlas. En el original del siglo XIV, la escritura es meticulosa, apenas dañada aquí o allá por alguna mancha accidental de lectores posteriores y las anotaciones de Pococke padre. 

“Tiene una escritura magnífica y hermosa, nada descuidada”, comenta Watson. Igualmente conservado está el Philosophus autodidacticus, con sus páginas en latín y árabe opuestas una ante otra, tal como las regiones culturales del mundo medieval que estos mismos idiomas representan. 

Para hombres como los Pococke, el contacto con los textos árabes ayudó a tejer los vínculos necesarios entre Oriente y Occidente.Para hombres como los Pococke, el contacto con los textos árabes ayudó a tejer los vínculos necesarios entre Oriente y Occidente. La demanda por textos y conocimientos del árabe, tal como indicaba la solicitud de Laud, iba creciendo. Tal como el estudioso G. A. Russell observó en El interés ‘árabe’ de los filósofos naturalistas en la Inglaterra del siglo XVII (The ‘Arabick’ Interest of the Natural Philosophers in Seventeenth-Century England), la primacía de la Biblia “como fuente de doctrina” entre los protestantes “derivó en la importancia de la precisión del texto para la interpretación teológica”, lo que significaba poder leer en hebreo y en árabe, su pariente cercano en cuanto a la gramática y el léxico. Para los estudiosos seculares, el acceso a textos griegos médicos, científicos y técnicos traducidos al árabe durante la Edad Media también era esencial. Finalmente, como cualquier mercader de la Compañía del Levante estacionado en Alepo, Estambul, El Cairo o cualquier otro lugar de Medio Oriente podía confirmar, la fluidez en árabe simplemente era buena para los negocios. Una generación más tarde, Simon Ockley, quinto catedrático de árabe en Cambridge y estudiante de Pococke padre, lanzaba una queja: “qué vergüenza que nosotros, una nación famosa en todo el mundo por su pasión por el aprendizaje, tengamos tan pocos investigadores seriamente dedicados a estos estudios”. 

La publicación en Inglaterra de Hayy ibn Yaqzan estaba a punto de cambiar todo eso. Edward Pococke, que era casi tan buen publicista como erudito, no perdió tiempo en hacer circular el libro de su hijo entre sus colegas orientalistas del continente. También lo envió a los miembros de la Real Sociedad y a científicos en el extranjero.

Defoe atribuyó la autoría del libro, publicado en 1719, al propio Crusoe. Posteriormente, añadió dos volúmenes más para formar una trilogía (abajo a la izquierda). 
Biblioteca de imágenes de agostini / biblioteca de arte bridgeman
Defoe atribuyó la autoría del libro, publicado en 1719, al propio Crusoe. Posteriormente, añadió dos volúmenes más para formar una trilogía (abajo a la izquierda). 

El libro fue un éxito rotundo. En una carta dirigida a Pococke, el secretario de la embajada británica en París lamentó no tener más copias para distribuir. Los estudiosos que visitaban Oxford le rogaban a Pococke por más copias en nombre de colegas y luminarias del extranjero que habían escuchado hablar del libro. Un académico suizo que estudiaba con Pococke le solicitó una copia para un obispo francés que “al saber acerca del libro (…) lo esperó con impaciencia”, según las palabras del biógrafo de Pococke, Leonard Twells.  

Como era de esperarse, se hicieron más traducciones y ediciones, y la tendencia comenzó con una traducción al holandés publicada en Ámsterdam en 1672, seguida de una segunda edición holandesa en 1701. Muchos especulan con que el traductor fue el filósofo racionalista Baruch Spinoza. Dos años más tarde, el escocés George Keith utilizó la edición árabe-latina de Pococke para redactar la primera traducción al inglés, que tenía sus defectos. En una significativa equivocación, Keith tradujo erróneamente el árabe zabya (cierva) como “cabra hembra”, un error que se amplificó aún más con las ilustraciones que mostraban al joven Hayy siendo amamantado por una cabra. Attar y Baroud sugieren que Defoe pudo haber consultado una de estas ediciones, ya que Crusoe es alimentado, entre otras criaturas, por un rebaño de cabras. 

No obstante Keith, un cuáquero prominente, encontró en el relato de Hayy muchas “cosas beneficiosas que están de acuerdo con los principios cristianos”, según escribió en su introducción. Una de estas cosas que complacían a Keith era la forma en que Ibn Tufayl “mostró excelentemente cuánto difiere el conocimiento del hombre cuyos ojos están abiertos a la espiritualidad del conocimiento que los hombres adquieren sencillamente de oídas o leyendo”. Esta línea de pensamiento, que se extiende directamente desde Pico a Narboni, Ibn Tufayl y sus propios predecesores intelectuales, se alinea con la doctrina cuáquera de la luz interior (o introspectiva), es decir, “la gracia y la luz salvadora” que brilla dentro de todo ser humano, según lo explicó Robert Barclay, colega de Keith. En su Apología de la verdadera divinidad cristiana (Apology For The True Christian Divinity), uno de los primeros manifiestos cuáqueros, Barclay señaló y alabó la historia “traducida del árabe (…) sobre un tal Hai Ebn Yokdan que, sin conversar con otros hombres y viviendo solo en una isla, logró un conocimiento tan profundo de Dios como para sostener conversaciones inmediatas con Él y para afirmar que el mejor y más seguro conocimiento de Dios no es el que se adquiere a través de premisas argumentadas y conclusiones deducidas, sino aquel que se disfruta por la conjunción de la mente del hombre con el intelecto supremo”.

Aparte de las numerosas similitudes en el argumento, las reflexiones de Crusoe repiten en gran medida las de Hayy.Aunque no era un cuáquero profeso, Defoe fue educado en una escuela cuáquera de Newington Green, a unos pasos de su casa en Stoke Newington, y había cuáqueros entre sus amigos y vecinos. Si no leyó la traducción de Keith de Hayy, bien pudo haber estado familiarizado con una traducción posterior del vicario católico George Ashwell o con la de Ockley, publicada en 1708, esto es, 11 años antes de la publicación de Robinson Crusoe. En una versión realizada libremente a partir del original y sustancial subtítulo del joven Pococke, el de Ockley decía: “la mejora del razonamiento humano (…) en la que se demuestra por qué métodos se puede, bajo la simple luz de la naturaleza, lograr el conocimiento de las cosas naturales y sobrenaturales; de forma más específica, el conocimiento de Dios”.

Esto no era solo un credo cuáquero, sino también un principio fundamental de la Ilustración referido a los temas clave de la época: la indagación racional sobre la naturaleza de la existencia y el papel de la religión en la sociedad. Muchos estudiosos han señalado que no es una coincidencia que John Locke, quien fue tutor de Pococke hijo y uno de los filósofos más influyentes de la época, empezara a trabajar en su “Ensayo sobre el entendimiento humano” el mismo año en que Philosophus autodidacticus fue publicado. El “Ensayo” de Locke, un documento fundacional en la historia del empirismo moderno, considera la mente humana (al igual que el propio Hayy) como una pizarra en blanco al momento de nacer, que se desarrolla gradualmente mediante la acumulación de experiencia. Los pensadores posteriores de la Ilustración, como David Hume y George Berkeley, recurrieron al ensayo al elaborar sus propias filosofías. 

En cuanto a la propia exposición de Defoe a estas ideas a través del Philosophus autodidacticus, no existe de hecho una evidencia sólida de que poseyera una copia personal. De todos modos, como señala Nawal Muhammad Hassan, autor de Hayy Bin Yaqzan y Robinson Crusoe: estudio sobre el impacto árabe inicial en la literatura inglesa (Hayy Bin Yaqzan and Robinson Crusoe: A Study of an Early Arabic Impact on English Literature), la traducción de El criticón de Rycaut y el otro título de Ockley, Una historia de los Sarracenos (A History of the Saracens), estaban en la biblioteca de Defoe. Teniendo en cuenta el deseo de ese hijo de un carnicero de ser aceptado en la sociedad y estar a la par de los intelectuales, parece lógico que haya estado familiarizado con Hayy ibn Yaqzan, un libro que en la época de la Ilustración era el equivalente de cualquier best seller actual, como los libros de Oprah. 

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Defoe añadió dos volúmenes más para formar una trilogía.

Lo que es seguro es que Defoe también se inspiró en las narraciones sobre supervivencia contadas por los propios protagonistas que eran tan populares en su época. Además del relato de Selkirk, estaban las narraciones de Robert Knox, un comerciante hecho prisionero en Ceilán (Sri Lanka) en 1660 y de Henry Pitman, un médico del siglo XVII perdido en una isla del Caribe. Ambos han sido propuestos como modelos para Crusoe. Estos relatos constituían una jugosa lectura, y el pragmático Defoe sin dudas fue profundamente consciente de su atractivo comercial. 

Sin embargo, para que Robinson Crusoe perdure como lo ha hecho (al punto de ganarse el respeto de Samuel Taylor Coleridge, quien consideraba a Crusoe un “representante de la humanidad en general”, de Rousseau, cuyo autodidacta Émile es destetado exclusivamente en la novela al ser solo un niño, y de Virginia Woolf, quien declaró que Crusoe “nos persuade a ver las islas remotas y la soledad del alma humana”) debe haber habido algo más profundo en la mente de Defoe. El continuo flujo de investigaciones posteriores sobre la cuestión de las fuentes principales de Defoe, aunque no son concluyentes, apuntan inexorablemente en dirección a Ibn Tufayl.

Aparte de las similitudes mecánicas del argumento entre Hayy y Robinson Crusoe (el refugio en una cueva, la ropa de piel de animal, el personaje secundario Absal/Viernes), las reflexiones filosóficas de Crusoe rememoran profundamente las de Hayy. Sentado en su isla desierta, contemplando el mar, Crusoe se hace las mismas preguntas que Hayy y todos los filósofos anteriores y posteriores se han planteado:

¿Qué son esta tierra y mar que tanto he contemplado? ¿De dónde vienen? ¿Y qué soy yo y todas las demás criaturas, salvajes y domésticas, humanas y bestiales? ¿De dónde venimos?

De seguro todos hemos sido creados por una fuerza secreta, que también hizo la tierra, el mar, el aire y el cielo; ¿quién es? Luego inferí, naturalmente, que era Dios quien lo había hecho todo.  

Tom Verde Tom Verde es un colaborador habitual de Saudi Aramco World. Su historia sobre la pasta publicada en la edición de enero/febrero del 2013 ganó un premio de la revista Folio al mejor en su categoría. Para este artículo, Tom le da las gracias especialmente a la Junta de Turismo del Gobierno Italiano, la Oficina de Turismo de España, la Junta de Turismo de Sevilla, la Universidad de Génova y la Biblioteca Bodleian.


This article appeared on page 2 of the print edition of Saudi Aramco World.

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